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Colaborando: Un cambio en la mirada (Laura E. Gómez Sánchez)


Para la publicación de hoy, tenemos la suerte de poder contar con una persona a la que aprecio y que ha colaborado desinteresadamente con el blog: se trata de Laura E. Gómez Sánchez, profesora en el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y miembro ordinario del Grupo de Investigación de Excelencia (G.I.E.) sobre Discapacidad (GR193) de la Junta de Castilla y León y del Grupo de Investigación sobre Discapacidad  (G.I.D) de la Universidad de Oviedo.

Colaboradora habitual de referencias internacionales en el estudio de la calidad de vida de las personas con discapacidad como Robert Shalock o Miguel Ángel Verdugo,  forma parte de distintas asociaciones académicas y profesionales internacionales, entre las que destacan el INICO (Instituto Universitario de Integración en la Comunidad, Universidad de Salamanca), el Australian Centre on Quality of Life o la Asociación Americana sobre Discapacidades Intelectuales y del Desarrollo (AAIDD) y tiene en su haber más de 80 publicaciones (si quieres saber más sobre su currículum puedes pinchar aquí).

¡Muchas gracias Laura por tu colaboración! Un lujo poder contar contigo.

Un cambio en la mirada
En la mirada hacia las personas con condición del espectro del autismo (CEA) en concreto, al igual que ha sucedido en el ámbito de la discapacidad en general, se han producido cambios muy importantes en el trascurso de las épocas. La evolución de la mentalidad social a la hora de entender tales condiciones (y por tanto de tratar a las personas que las presentan) podría resumirse en tres grandes concepciones o miradas (DeJong, 1981; Puig de la Bellacasa, 1990): la tradicional, la rehabilitación y la autonomía personal.
            En el modelo tradicional la discapacidad se trataba desde una concepción animista clásica, asociada frecuentemente a la intervención del Maligno o al castigo divino. En este modelo se otorgaba a la persona un papel marginado, dependiente y sometido siempre al criterio de sus cuidadores de tal modo que pueden combinarse actitudes de protección y de rechazo. Demetrio Casado denominaba estas actitudes de “integración utilitaria” o de “exclusión aniquiladora”. Con respecto a las primeras, se aceptaba a las personas con “resignación providencialista o fatalista”, procurando incorporarlas a las tareas del hogar, las empresas familiares y la vida en la comunidad, aunque en ocasiones los roles que desempeñaran pudieran ser marginales. Como señalaba Carlos Marín Calero (2013), este modelo se denomina también caritativo o de la prescindencia, en tanto en cuanto se limita a demostrar la solidaridad humana hacia sus “congéneres más desvalidos” mediante “actitudes de acogida, asilo o socorro dirigidas a satisfacer las necesidades vitales más básicas”, pero al mismo tiempo aparta a las personas de los espacios públicos y culturales a espacios segregados, en un afán también caritativo o protector pues estas personas, según este modelo, necesitaban ser defendidas, pero necesitaban ser defendidas “ante todo de sí mismas”. Por otro lado, en el modelo de exclusión aniquiladora, que coexistió con el anterior, fueron frecuentes las actitudes y las conductas tanto de exclusión activa (con el maltrato como máximo exponente), como de exclusión pasiva (siendo frecuentes el abandono, el encierro y el ocultamiento en los hogares, o su confinación en asilos o instituciones psiquiátricas durante años).
            Afortunadamente, estas actitudes fueron superadas gracias al modelo de la rehabilitación o, en términos de Casado, el período de la atención técnica y especializada. Esta concepción recibe también el nombre de modelo médico pues surgió como un intento de respuesta científica, una construcción terapéutica en la que la discapacidad se entendía como una enfermedad. Así, el foco se puso en la persona, más concretamente se puso en sus deficiencias, limitaciones y dificultades. La eficacia de las intervenciones se midió entonces en función de las destrezas funcionales logradas o recuperadas, así como por la consecución de un empleo remunerado. Los profesionales, al ser especialistas y expertos en la materia, tenían el control absoluto sobre el proceso de rehabilitación (física, psíquica o sensorial), hasta tal punto que prevalecía la opinión del profesional sobre la demanda del sujeto. Aunque no cabe duda de que este paradigma supuso un gran avance con respecto al anterior en términos de atención profesional, como puede fácilmente deducirse tampoco estuvo exento de limitaciones: hoy parece claro que el profesional no debe tener un peso omnipotente en el proceso de intervención ni se puede relegar a las personas a un rol pasivo en el que no tengan opinión ni control acerca de los apoyos que necesitan para mejorar su funcionamiento y alcanzar sus metas personales.
            De tales críticas surgió la tercera mirada: la de la autonomía personal, o de la accesibilidad en palabras de Casado. Este modelo tiene el logro de una vida independiente como objetivo último y la normalización e inclusión como principios básicos. Se identifica con el modelo social, opuesto al modelo médico, al defender que los problemas o limitaciones no siempre están en el individuo sino que, en muchas ocasiones, se encuentran en el contexto. De este modo, se entienden evitables gran parte de las consecuencias de la discapacidad, pues estas se deben a una mal organizada sociedad que no tiene en cuenta la diversidad de sus miembros. Es en este contexto en el que surge el denominado modelo de derechos, gracias a la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (Naciones Unidas, 2006), la cual representó un hito internacional en el reconocimiento del cambio de mirada y la adopción del modelo social. La Convención no estuvo destinada a crear ningún derecho nuevo, surgió más bien con el fin de visibilizar a las personas con discapacidad, poner de relieve sus necesidades  y facilitar la puesta en marcha de las medidas necesarias para paliar las consecuencias de las particulares situaciones a las que se enfrentan y que les impiden ejercitar sus derechos. Aunque es cierto que se han realizado avances y se han llevado a cabo reformas para adaptar nuestra normativa a la Convención, también lo es que queda mucho por hacer. Aunque son muchos los aspectos preocupantes, resultan especialmente alarmantes por sus implicaciones directas para las personas con CEA el régimen jurídico que permite su internamiento en establecimientos especiales; la falta de recursos para garantizar el derecho a atención temprana, a vivir de forma independiente y a ser incluidas en la comunidad; y lo lejos que nos encontramos del logro de una verdadera inclusión educativa.
            Debemos ser conscientes de que, aunque la evolución de la mentalidad social haya seguido una trayectoria secuencial lógica, sus implicaciones y consecuencias pueden coexistir no solo en los diversos contextos sino también en nosotros mismos, en función del momento en que nos encontremos, del aspecto concreto sobre el que reflexionemos o del contexto en el que nos desenvolvemos. Por un lado, no cabe duda de la filosofía que subyace tras el modelo tradicional sigue viva y permanece como una tentación: “la tentación de políticos, juristas, investigadores, familiares y educadores de quitar de en medio a las personas con discapacidad, a cambio de recluirles en la segura protección de una vida aislada” (Marín Calero, 2013). Por otro lado, aún muchas prácticas profesionales siguen imbuidas del modelo rehabilitador, excesivamente centradas en las limitaciones de las personas y olvidando el poder del contexto. Seguimos creando espacios segregados con las excusas de la especialización y de la protección.
            En ocasiones es solo cuestión de un cambio de mirada. Seamos personas con CEA, familiares, educadores, profesionales, académicos o investigadores, debiera ser obligada la reflexión contante sobre cuál es nuestra mirada, cómo ésta influye en nuestras vidas (y la de los demás), nuestras prácticas y nuestra terminología. Debemos preguntarnos si realmente hemos evolucionado hacia ese modelo en el que las personas con CEA tienen el papel central y mantienen un rol activo no solo en sus propias vidas sino también en las prácticas educativas y profesionales, en las estrategias de los servicios que les proporcionan apoyos, en las políticas educativas y sociales. Ese modelo no centrado en las limitaciones sino orientado a sus necesidades individuales y metas personales. Aquel modelo en el que los apoyos individualizados son el medio para mejorar el bienestar de la persona y la mejora de su calidad de vida uno de los principales indicadores de rendimiento y eficacia.
            Entonces ¿cuál es tu mirada?

 

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